Anémona, amargosa y deletérea,
hija es del viento,
florece en primavera en el jardín:
su figura me memora a la amapola.
Con pétalo bendito de colores,
al céfiro la ninfa lo enamora en el vergel
espeso florecido en primavera,
con amores penetrantes que nacieron agostados.
Al caer el ocaso amanece la luna
vestida de perlas, pintada de nieve.
Gélida y lejana
me mira complacida en su columpio
ceniciento en que se mece y balancea.
La luna con su túnica se olvida de mi nombre
y marcho disconforme sin baúl
que guarde la memoria que se envuelva en un periódico.
La anémona y la luna me amargan la existencia
y me embarco en un barco de papel,
navegante por los mares sin un ancla,
sin brújula que marque mi destino.
Antes de que amanezca me despierto
y me siento (aferrado cada día
a la taza de café),
sin tósigo de anémona que al ánimo congela.
El alma me despierta la amapola
con frágil sencillez en que se mueve,
con cáliz bendecido que me sacia.
La miro solitaria, se escapa un suspiro
y se aquieta la marea con la brisa.