nunca esperé de ti la primavera.
Sin querer extendiste los jardines
con rosales y bellos limoneros.
Me embelesé con tu sonrisa,
con tu aire de artista maldita,
con tu inteligencia tan fina,
con tu inagotable bondad,
con esa independencia apabullante,
con ese fresco olor del heno
que destila al moverse tu cabello
al danzar con la brisa.
Yo de ti disfruté
como una sanguijuela
que te libó la sangre.
Nunca nada pedí,
con querer me bastaba
sin escudo y sin lanza,
sin pesada armadura,
ligero como un colibrí.
Sin ilusión, sin esperanza,
todo lo recibí de ti.
Recibí con todo lo bueno
ese legítimo desinterés,
esa desgana tan normal
que se tiene por quién no importa nada
o poco importa.
Algo tan normal como el aire
que entró por la ventana que abierta quedaba,
igual que fina arena llevada por el viento
golpeando los cuerpos,
como el bautismo de la lluvia,
como la luz que regaló la luna
al mantel que extendió la larga sombra.
Todo me encadenaba a ti.
Pero este sentimiento
sospecho que es un peso
para ti, y es por eso querida
que si debo librarte de este nudo,
del pozo,
del hoyo,
de esta cárcel con los barrotes
de mi agria improcedencia,
de tantos homenajes,
de paseos que nunca me pediste,
de asaltar tiempos tuyos,
de acercarme sin preguntar,
sin permiso pedir,
por favor me lo digas.
No te debo exigir y no te exijo,
no te puedo pedir y no te pido,
ni siquiera esperar, nunca te espero,
tampoco te puedo soñar y no te sueño.
Simplemente, no debo.
Nunca me des lo que no tienes,
nunca espero de ti lo que no tienes.
El tener interés o no tenerlo
no nos hace mejores o peores.
Al final es mejor
que salga yo de la escalera sin salida
y deshaga los nudos.
O me siente a anudar lo que he deshecho.