De filípica hiriente y sin los mudos silencios
sacudíamos nuestra alborotada con risas.
Nadie escapaba al escarnio
de los verbos,
ni las altivas hadas
con su vida secreta
mirándonos
por encima del hombro guardando
su escondida foresta.
Del verbo navegantes
con el rumbo desviado
llegamos al puerto
en el ocaso.
Éramos mástil sin barco
ni travesía añorada.
Silencio en los bolsillos
(un mechero,
unas monedas),
y la arrugada
servilleta sirviendo de agenda y de libro.
Si quedaba calderilla
rompíamos la hucha
para saciar
nuestra arrogancia.
Sin sed de saber,
sin bienaventuranza, sin inmortalidad,
navegantes intrépidos éramos
de la feliz ignorancia.