Ella debiera leer a Leibniz
y abrir las ventanas de sus mónadas
al amor, que es un Dios aniquilado,
en cada trasquilón de su corto hemisferio
de un famélico yogui levitando en el tinte de la lóbrega noche,
en amoniaco que cicatriza los aromas
de cada mechón que arranca disconforme
con la esperanza de averiar el vínculo estéril
de la composibilidad de lo humano a lo divino.
Es el mejor mundo de los posibles:
gustar con el disgusto de ser despreciada
y saberse engañada, engatusada en agrio vilipendio
porque Dios creó, con un soplo de marido beodo,
su mundo mirando su divino rostro reflejado en un vitral,
mientras la mano siniestra atajaba mechones
de su lacio cabello escribiendo torcido
el destino de su hija dispersa en polvo de estrellas,
reflejando insensatez en su propio universo perfumado
de charlatanes que venden humo de incienso
y lociones aftershave para el loco y afeitado desamor.
Por fín, se te hechaba de menos por aquí. Has vuelto a escribir y además de forma muy interesante. Gracias.
ResponderEliminarMuchas gracias José. Un saludo.
Eliminar¡Buenísimo!
ResponderEliminarMuchas gracias Alfredo.
EliminarMetáforas que esconden lo cotidiano de la vida... Del amor o desamor, de ese momento, creo haber entendido donde se presenta el abuso de poder. Te felicito por la originalidad al llevarlo de manera tan sutil una historia tan mundana.
ResponderEliminarMil besitos.
Tan cierto como la luz y las sombras. Muchas gracias por la sutileza. Mil y un besitos para ti.
EliminarHola Joan, siempre es un gusto leerte.
ResponderEliminarSaludos
Voy entendiendo el por qué, te diría, "si a un ebrio se le solicita no manejar por su propia seguridad y la del resto, a un Dios se le debería exigir estar al cien"
ResponderEliminarUn abrazo