Blancos
y negros dibujan
un rostro captando un instante,
un rostro captando un instante,
un
momento del pasado que
no será posible,
un
recuerdo que se traslada
de la memoria vacía como un cuenco
de la memoria vacía como un cuenco
sin
nada al
papel leptográfico
donde se plasma el ayer en el hoy
donde se plasma el ayer en el hoy
sin
continuidad de repetirse
y que, como un canario enjaulado,
y que, como un canario enjaulado,
perderá
su presente, entre
barrotes,
viendo cada día
viendo cada día
pasar
dentro de su cautiverio.
Luces
y sombras moldean
el tiempo atrapado en un papel
el tiempo atrapado en un papel
de
haluros de plata
que cuelga de un puente
que cuelga de un puente
de
gelatina entrometiendo
la luz del día con la noche,
la luz del día con la noche,
que
es un agujero negro
donde las miradas se fijan,
donde las miradas se fijan,
se
clavan, se
inventan a
si mismas
en una décima de segundo
en una décima de segundo
en
una pócima que
no se acaba.
Son
los ojos espejos
del alma sin colores,
del alma sin colores,
con
la forma de
los trazos difuminados
en
blanco y negro
como un nombre olvidado,
como un nombre olvidado,
o como
un hombre que
aún recuerda el
suyo.
Ambos, sin futuro, con el eterno presente,
en
sus quietos hombros, miran
el ayer de
papel baritado.
Rostros, caras, miradas con
la frente alta,
sin
nada o
con mucho.
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