El
día se ha levando con grises augurios, en forma de bolas de algodón,
que no dejan ver el azul. Tímidas incursiones del astro rey se posan
en forma de caricias leves, tímidas, cortas como un suspiro.
Enfrente
de nuestra atalaya hay un solar con unos pocos naranjos, una higuera
y un olivo. Una chimenea se erige majestuosa; no es más que el
recuerdo de una actividad fabril del siglo pasado. Al fondo tres
solitarias moles de viviendas desentonan con un paisaje horizontal.
Un par de kilómetros más allá se divisan vehículos que parecen
ser llevados en una cinta transportadora.
A
trescientos metros hay unos barracones de colores que hacen,
provisionalmente, la función de colegio. De vez en cuando se escucha
un sonido chirriante de motocicleta. Tal como viene se va. Vuelve
cierta calma, solo el humidificador rompe el sosiego que el silencio
regala a nuestros oídos.
La
personita más feliz de la casa acaba de hacer sus labores: dormir y
comer. Hoy es su cumplemeses. Dos en la mochila.
Parecerá
sorprendente o, tal vez, alguien piense que movido por el afecto haya
arribado al puerto de la ilusión/confusión, pero lo cierto es que
la bimestre criatura, entre risas, ya sabe imitar el sonido de esa
palabra que se les dice, en general, a los infantes: ajo. Así es,
sin trampa ni cartón.
Ciertamente
puede ser que a veces necesitamos oír lo que nos hace sentir no solo
bien, sino sorprendidos. Sin sorpresa todo es lineal. Aunque a veces
con las sorpresas pasa como con la familia (nos viene dada), los
amigos (los elegimos) y los afectos (vienen y van, o se enquistan):
las hay (sorpresas) que nos dibujan sonrisas o trazan muecas.
Lo
sorprendente, tal vez, es no tener sorpresas. Y para mí sigue siendo
una sorpresa la grandeza, en su menudencia, de estas criaturas que un
día nosotros fuimos.
Enya-Caribean Blue
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